Señor Romeva, en julio de 1936 y en el trascurso de unas horas, mi abuela materna perdió a su marido, a su padre y a su madre. Su marido fue montado en un camión por el ejército mal llamado nacional y nunca más se supo de él. Su padre, cuando el mismo ejército asaltó su casa, a la pregunta de quién eran unos libros sobre comunismo que se encontraron en el interior de la misma, respondió que suyos, cuando la realidad es que eran de su hijo. De este modo, fue fusilado por leer, cuando, verdaderamente, no sabía ni leer. Su madre, enferma en el hospital, fue sacada a rastras y fusilada en la misma tapia del nombrado hospital.
Mi abuela se quedó sola con sus hijos. Murió cuando yo tenía apenas seis años y, entre las cosas que recuerdo de ella, una me llama especialmente la atención: solía decir que ella «no quería sobrevivir a otra guerra», es decir, decía que, en el caso de haber guerra, era mejor morir que sobrevivir.
Mi abuelo paterno estaba haciendo el servicio militar cuando el levantamiento le cogió en zona nacional. Tuvo que luchar en contra de lo que creía, pues mi abuelo era socialista. Cuando volvió de «ganar» la guerra, fue a pedir trabajo y el señorito le dijo, literalmente, que «si se creía que era tonto» pues, por más que hubiera ido con los nacionales, no le daba trabajo porque sabía que, en realidad, era «un rojo». Cuando años después Franco fue a su pueblo, fue a recibirlo y, mientras el gentío gritaba «Franco, Franco», él y sus hijos cantaban «Cabrón, Cabrón». El día que murió el Dictador, abrió una copa de buen vino.
Mis padres cometieron el pecado de nacer en una de esas familias que perdieron la guerra, que se dedicaban a arar una tierra que daba poco fruto y que, por ello, emigraron. Mi padre fue a Colonia y mi madre a Madrid. Una casualidad hizo que decidieran encontrarse de nuevo en Barcelona, lugar en el que decidieron quedarse, a pesar de que tuviesen trabajo en Madrid. Eso sucedió en los años sesenta.
Aún en dictadura, mi padre estuvo en las luchas sindicales y tuvo que correr delante de los grises. Más tarde, colaboró con el PSC, se manifestó por el Estatuto de Autonomía de Catalunya y, según siempre cuenta, en aquellas manifestaciones había más andaluces que catalanes. Cuando yo nací, ya en democracia, mi padre y mi madre, andaluces, me inscribieron en el colegio indicando que mi primera lengua era la catalana.
Yo estuve en la manifestación del domingo en Barcelona junto a muchas personas que podrían contar una historia similar a la mía. Usted, señor Romeva, me ha llamado falangista. Y yo le pregunto, ¿es capaz usted de entender lo que significa para mí y para los míos que nos insulte de esa manera? Es una pregunta retórica, por supuesto, porque usted no lo entiende y no lo hace porque los fanáticos como usted no entienden de más verdades que la suya.
Señor Romeva, usted pertenecía a un partido de ideología comunista, ¿ha oído usted alguna vez aquello de la Internacional? ¿De verdad no sabe usted que ser nacionalista y ser de izquierdas es algo totalmente incompatible? ¿O es que quizá le da igual? A usted le han dado un carguito, una paga y tiene suficiente con eso. Señor Romeva, usted dice que yo soy un falangista, pues le pido que lo repita, que diga mi nombre y apellidos y diga que soy un falangista o, sino, si le queda algo de dignidad, pida perdón y dimita.
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